Una mirada desde dentro
Todavía tengo una visión idealista de mi profesión. Llámalo vocación, cabezonería o esperanza… pero es así. A pesar de que cada día me cuesta más reconocer el sistema sanitario en el que trabajo. Los cambios van más allá de lo que se ve desde fuera —demoras interminables, listas de espera infinitas, consultas masificadas—; de puertas adentro se percibe el desgaste de los profesionales, la pérdida de control sobre nuestra práctica y la creciente sensación de que la cantidad y una eficiencia mal entendida pesan más que la calidad asistencial.
Este artículo no pretende ser un estudio técnico. Es solo una reflexión personal, desde mi experiencia como paciente y como médico. Trabajo en la sanidad pública y privada, y he vivido en primera persona los cambios de los últimos años. Algunos comprensibles. Otros, profundamente preocupantes.
¿Hacia dónde va nuestra sanidad? ¿Qué estamos perdiendo por el camino? ¿Y qué podemos hacer —si es que aún estamos a tiempo— para no dejar atrás lo que más importa?
El deterioro del sistema público
Llevo casi 20 años trabajando en la sanidad pública, así que puedo tener una visión bastante amplia de todo. Nunca la había visto tan desbordada como ahora. Más allá de momentos puntuales, y dejando de lado la pandemia —de la que ya hablaremos en otra ocasión— me refiero a una sensación constante de falta de recursos, de tiempo, de mala gestión, de agotamiento.
La demanda asistencial supera, con mucho, nuestra capacidad para ofrecer una atención con una calidad mínima. Las agendas de consulta están sobrecargadas a meses vista, sin tener en cuenta a los pacientes que debemos ir incluyendo según vaya operando o haciendo seguimiento. Las listas de espera quirúrgicas están totalmente desbordadas. La frustración de los pacientes es enorme, pero no hay que olvidar al sanitario, igualmente frustrado por trabajar en un clima de alta exigencia, sin los medios ni el tiempo que necesita.
Muchos sanitarios muestran signos de desmoralización. Sin parecer entender la situación, las gerencias solo exigen más: ver más pacientes, alta resolución, más actividad quirúrgica, más rendimiento… pero sin aportar más medios. Todo se convierte en una carrera. Una carrera donde prima la cantidad sobre la calidad.
¿La consecuencia? Menos tiempo para escuchar, para pensar, para tomar decisiones y para explicar al paciente. La calidad asistencial disminuye, la relación médico-paciente se empobrece y, en definitiva, se degrada el ejercicio de la medicina.
¿Y la medicina privada, qué posibilidades tiene?
Durante muchos años, la medicina privada ha sido una vía alternativa —o complementaria— a la sanidad pública. Para los profesionales era una forma de trabajar con autonomía, con más control sobre el trato al paciente, sin demoras, con acceso rápido a pruebas complementarias y con más tiempo para dedicar a cada consulta. Para muchos, era un entorno donde podíamos ejercer la medicina que habíamos aprendido, sin presión asistencial ni burocrática.
Pero hace ya tiempo que esa no es la realidad. Es habitual escuchar en consultas privadas comentarios como: “Esto está peor que la Seguridad Social”. En ese deterioro tienen mucho que ver las compañías aseguradoras, que ofrecen mucho por poco. Y eso, ya por sí mismo, debería hacernos sospechar.
El deterioro de la sanidad pública ha generado un aumento del volumen en la medicina de aseguradoras, y por ahora, el sistema lo está asumiendo con gran dificultad.
Este incremento de pacientes ha hecho que las compañías y los grupos hospitalarios privados hayan decidido intervenir directamente en el trabajo clínico, instaurando protocolos rígidos, limitaciones en las prescripciones, controles sobre lo que se hace, seguimientos no presenciales… Lógicamente, estas compañías persiguen un interés económico. Y una vez más, como dijimos más arriba, vuelve a primar la cantidad sobre la calidad. Más pacientes en el mismo tiempo.
La medicina de aseguradoras ya no es ese “refugio” donde muchos médicos encontraban una mejor forma de trabajar. Y esto es muy preocupante.
La sensación de haber perdido el control
Uno de los aspectos más difíciles de aceptar —y ocurre tanto en la privada como en la pública— es la pérdida de control sobre mi propio trabajo. Siempre he sido muy cuidadoso con mi consulta: el seguimiento de los pacientes, operados o no, el control de los tiempos, la planificación adecuada. Creo que es muy importante que el paciente sienta que está bien atendido, que su evolución se vigila con criterio. Antes podía gestionar las revisiones con más facilidad, dedicar tiempo a escuchar, pensar en las opciones de tratamiento… pero eso cada vez es más difícil. Algunos días es totalmente imposible.
Las agendas en la sanidad pública están muy sobrecargadas, incluso con muchos meses de antelación. Y eso no contempla los pacientes que iré operando, o aquellos que tocan control de seguimiento. Es frustrante ver agendas por encima del 100 % a 6 o 7 meses vista. Y en la privada la situación no es mejor: el control sobre tu consulta es prácticamente inexistente, y el tiempo material para atender a los pacientes como te gustaría, simplemente no está.
Esto conlleva varios problemas, pero el más importante es el riesgo de error. No tener tiempo para reflexionar o para programar adecuadamente puede derivar en fallos que no deberían ocurrir.
La medicina requiere tiempo, escucha, análisis, empatía… Cuando eso se pierde, no solo disminuye la calidad asistencial: también se genera desánimo, desmotivación y frustración.
No es que el pasado fuera perfecto, nunca lo fue, pero estamos perdiendo cosas muy valiosas. La medicina, sobre todo a nivel especializado, es cada vez más compleja. Necesitamos conservar nuestro tiempo con el paciente.
Tecnología, inteligencia artificial…
La tecnología está transformando la medicina, no cabe duda. Pero eso no es nuevo: la digitalización de historiales, los avances en imagen médica, la planificación quirúrgica… La inteligencia artificial, por su parte, abre un nuevo horizonte lleno de posibilidades. Y con tanto por explorar, es lógico que nuestra forma de trabajar esté cambiando. El problema aparece cuando esas herramientas interfieren en el proceso asistencial.
En esencia, una consulta médica es una relación directa entre el médico y el paciente. La confianza es básica. La pandemia transformó muchos hábitos de trabajo. Algunos llegaron para quedarse con razón. Pero otros, no está tan claro. La consulta telefónica fue de gran ayuda durante aquellos meses, y sigue siendo útil en determinados contextos, pero no debería convertirse en lo habitual. Una cosa es dar resultados de una analítica; otra, muy distinta, es interpretar síntomas por teléfono.
Las nuevas IA se están orientando a la transcripción automática de las consultas. Incluso hay plataformas online que ya lo ofrecen. No tengo una postura cerrada sobre esto —seguramente habrá que adaptarse—, pero sinceramente, no me convence. Quizás soy de la vieja escuela, y todavía prefiero escribir mis impresiones tras la exploración. En mi especialidad, hay muchos signos con gran carga subjetiva, difíciles de verbalizar con precisión. A veces, incluso, anotamos información que el paciente o su acompañante no deben conocer en ese momento, pero que necesitamos dejar registrada. O cuando decimos: «¿Duele aquí?», ¿cómo sabe el sistema dónde es “aquí”? ¿Tendremos que decir: «¿Tiene usted dolor en la parte dorsoulnar de la falange media del tercer dedo de la mano izquierda?»?
Por ahora, yo no estoy convencido.
No debemos perder de vista que la medicina es una disciplina humana. Ningún sistema podrá sustituir lo que ven nuestros ojos, las reacciones de un paciente al explorarlo, la mueca de dolor de un niño, la entonación al responder, los detalles no objetivos que nos guían. La tecnología y la IA deben ser nuestras aliadas, nunca sustituir el juicio clínico ni la relación médico-paciente.
Conclusión. ¿Y ahora qué?
No escribo esta entrada para generar alarma, ni para caer en la nostalgia de tiempos mejores. La sanidad, como todo en la vida, cambia. Y la tecnología, la presión asistencial o los nuevos modelos de gestión forman parte del escenario actual. Pero eso no significa que debamos aceptar cualquier cambio sin más, especialmente si compromete la esencia de nuestra profesión y la calidad de la atención que reciben nuestros pacientes.
Intento transmitir una inquietud creciente. Tengo la sensación de que estamos normalizando situaciones que hasta hace poco habrían sido inaceptables. Trabajar al límite, sin apenas tiempo para pensar o decidir, habiendo perdido gran parte de nuestra capacidad de gestión… se ha convertido en algo habitual. Y tanto pacientes como profesionales estamos pagando un alto precio.
¿Aún podemos redirigir todo esto? Sinceramente, no lo sé. Pero sí creo que deberíamos empezar por hablarlo. Abrir este debate. Pensar en qué sanidad queremos. Y entre todos —profesionales, gestores, pacientes— intentar reconducir el rumbo antes de que se pierda lo más importante.
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